miércoles, 16 de junio de 2010

Viento blanco

Está tan helado... no quiero ir, pensaba Oscar mientras se ponía la chaqueta pasada a hollín y cerraba la puerta. El frío pelaba la nariz y era igual de despiadado con las manos. Marita salió a la cola a despedirse, ¡Chao papi! gritó antes que una mano la metiera de nuevo a la casa. Bajó por la maraña de escaleras hasta la estación. los escombros del último alud seguían desparramados por la vía y Oscar odiaba conducir así, pero no quedaba de otra.Poco después de llegar a la estación de la mina suspendieron las faenas. El aguacero era tal que los jefes prefirieron perder la tarde y no personas. Oscar volvía contento, tratando de que el tren no se le arrancara, mientras pensaba en las sopaipillas que le pediría a la vieja.
Una sola vuelta faltaba para llegar, cuando a lo lejos se oyó un estruendo, era como si la montaña se estuviera partiendo. Oscar paró en seco y los pobres mineros quedaron amontonados. Polvo y nieve fue lo único que lograron ver a la distancia. La desesperación se esparció por el grupo, el pueblo estaba enterrado. Todos bajaron del tren y corrieron el trecho que faltaba para llegar a Sewell. Las escaleras, antes celebradas por lo ingeniosas, ahora eran un obstáculo. Oscar corrió también a la siga.
Un camarote del sector sur había quedado sepultado por la nieve. Muy pocos pudieron darse cuenta a tiempo y salir antes de que el alud los aplastara. Aquellos que podían, trataban de excavar, los que no, eran llevados a otros edificios. Los mineros del tren ni se imaginaban la magnitud del desastre y Oscar sólo pensaba en su casa.
El escenario era aterrador, el viento envolvía todo, apagando los gritos y el llanto de los niños bajo la nieve. Oscar sentía como la sangre le martillaba en los oídos y todo le daba vueltas. Veía cómo las cuadrillas de voluntarios sacaban camas, colchas y el seguía ahí, inmóvil, sin atinar a dejar el paso libre.Alguien se acercó a decirle que los mirones no servían y le pasó una pala. Fue entonces cuando recobró la conciencia: tenía que ayudar.
El trabajo de rescate continuó toda la noche, aún con el temporal. Al tercer día recién pudo llegar a su habitación. Desesperado, comenzó a cavar con las manos, tratando de alcanzar la puerta. Algunos mineros intentaron controlarlo pero no había caso. Un amigo al verlo, se le acercó, lo agarró de la chaqueta y como este no reaccionara lo levantó del cuello y lo lanzó a la nieve con toda la fuerza que pudo. Óscar se quedó ahí, tumbado, llorando, con las manos rojas y ensangrentadas.
A su mujer lograron sacarla cuando casi se escondía el sol, yacía congelada, abrazando a su hija, acurrucadas a la entrada de la puerta. Marita tampoco lo logró.