Me
despertaron las mariposas. Saltaron sobre mi nariz y luego agarraron mis
párpados y los levantaron de las pestañas; me hicieron cosquillas en las orejas
con los pocos rizos blancos que me quedaban. Juna, la gata, se acercó sigilosa
y quiso atraparlas de un zarpazo, pero estas se echaron a volar justo cuando
caía sobre mi cabeza. Al final, quien se llevó la peor parte fue la gata, pero
la culpa fue sólo de ella: le he dicho miles de veces que no se meta cuando las
mariposas hacen maldades, que ella es tan grande y lenta que termina pagando
los platos rotos, mientras las pequeñas se ríen a carcajadas.
Después
de tamaña despertada, me fui a hacer el desayuno: era evidente que no me
dejarían seguir durmiendo. A las mariposas les di hidromiel, su favorita, y a
Juna le abrí una lata de atún; para mi quedó un pan con mantequilla y una tazón
de leche humeante.
Me
senté en el alféizar a mirar el camino que daba al jardín, era una mañana
preciosa, fría y brillante, con gotitas temblorosas cayendo de las ramas de los
pinos del bosquecillo de enfrente. Había llovido la noche anterior y todo
rebosaba agua. Cerré los ojos para concentrarme en escuchar y me quedé así un
buen rato. Era demasiado temprano hasta para las aves, al parecer, no se oía ni
un solo ruido.
Clip, clop...
hicieron afuera unas gotitas que cayeron del techo, y otras resonaron a lo lejos, en el seto de
hortensias que bordeaba la casa. Clip,
clop, repitieron las mariposas y se posaron en mi tazón. Me quedaron mirando
con cara de suficiencia y me mandaron a lavar lo que habían dejado tirado,
haciendo ademanes airados con sus alitas. Me levanté para ir a la cocina y al entrar,
la gata se me enredó entre las piernas y me maulló un gracias, mientras me
acercaba con la nariz su platito para que también lo lavara.
- Yo
no sé qué se creen ustedes, ¿Que soy su nana o qué?- dije divertida, y mientras
giraba en redondo tratando de alcanzar la pantufla que se me había quedado
atrás, Juna la agarró entre sus colmillos
y saltando sobre el sillón, se fue a esconder encima del librero.
-Juna,
¡pásame mi pantufla!- le dije, sacándome la otra y tratando de darle un
pantuflazo en la cabeza. Ella, inmutable, me miró con desdén y, acomodando sus
patitas, sin prestarme más atención, empezó su ritual diario de limpieza.
-¡Te
voy a echar de la casa y vas a dormir afuera si no me pasas la pantufla ahora,
ya!- grité abanicando mi mano cerca de su cara para alcanzarla. No hubo caso.
Las cuatro mariposas por su parte, comenzaron a revolotear a mi alrededor,
tirándome el pelo para que fuera a lavar los trastos. Bajé la mano resignada, y
volví al alféizar. Miré el camino, por si venía alguien. Nadie. Las mariposas
se aburrieron y se sentaron a mi lado a mirar también por la ventana.
Tal vez mañana, sí, tal vez mañana
vengan a verme. Consideré la fecha. Era mitad de semana, Las
niñas estarían en el colegio y mi hija trabajando. Tal vez el sábado...
Me
acerqué al fuego, a un sillón donde siempre dejaba mi manta. Estiré los pies y
me quedé ahí, esperando. Pronto me quedé dormida.
Cuando
desperté sentí un rumor en la cocina. Me levanté a mirar y vi a mi hija
cocinando.
-¡Ana,
viniste a verme!- Quise abrazarla pero me enredé en la colcha y como andaba
descalza caí al suelo.
-¡Mamá!,
¿Por qué andas sin tus pantuflas? ¿Dónde las dejaste?- Preguntó alarmada
mientras me ayudaba a ponerme de pie.
-La
gata se quedó con una- respondí, enrollando la frazada para no volver a caer,
-Ay
mamita, la Juna se murió hace tiempo.
-Que
no hija, me sacó una pantufla y la dejó en el librero- Ana dejó el paño de
cocina en el mesón y se fue a la sala, subió a una silla que acercó de la mesa
y sacó mi pantufla. De la gata, ni rastro.
-Ay,
gracias hijita- le di un beso en la mejilla.- ¿A qué hora llegaste? ¿Dormí
mucho rato? Pensé que vendrías el fin de semana.
-Mamá,
es domingo, nos levantamos hace tres horas y estoy haciendo el almuerzo. Hoy no
he salido de la casa.- Me dijo casi deletreando las palabras, como si yo no
entendiese cuando me hablan a la velocidad normal. Siempre salía con cosas así,
así que, como las otras veces, preferí no responder.
-¿Y
las niñitas?
-En
sus camas, tú sabes que no les gusta levantarse temprano los fines de semana-
Ellas solían llegar los sábados a media tarde y se quedaban en mi casa hasta el
domingo.
-Mh...-mascullé.
A veces me perdía en el tiempo (los años no pasan en vano), y no me acordaba de
lo que había hecho el día anterior, o unas horas atrás. En casos así, prefería
quedarme callada, o responder con un mh,
para evitar más confusiones. Mi hija era muy buena, pero no tenía paciencia, y
con eso no podía hacer nada.
Volví
a la ventana a buscar mi taza, la leche
debe estar fría, pensé, cuando recordé que me había quedado dormida,
sentada en el sillón, y después caí en la cuenta de que eso había sido el
miércoles. ¿Qué había pasado entre ese día y el domingo? Todo se veía en orden
en la casa, así que preferí no preguntar. Andaba con la misma ropa que ese día,
lo que no era extraño, pues casi siempre andaba en pijamas.
De
pronto, me sonó el estómago y descubrí que tenía hambre.
-Hija,
¿ya tomamos desayuno?-Me arriesgué a preguntar.
-Yo
sí, tú no has comido nada, te quedaste dormida como a la media hora de
levantarte- Dejó de revolver la olla, le puso la tapa y agarró la tetera para
comprobar si le quedaba agua.
-Hay
un poco de agua tibia por si quieres hacer unos mates- Me ofreció balanceando
la tetera.
-Preferiría
leche con miel hija, si no es mucha la molestia- respondí con una sonrisa. Ella
no se hizo esperar, sacó la leche del refrigerador, la puso en una ollita
y dejó que se calentara en la cocina a
leña. Mientras, buscó el tarro con miel, sacó una cucharada y la sirvió en un
tazón. A los diez minutos tenía la taza humeante entre mis manos.
-Tómala
con cuidado, no se te vaya a caer- Me advirtió.
-Voy
a ver si las niñitas están despiertas-le respondí. Ana me quedó mirando, seguro
pensó que podría derramar la leche en la cama de las niñas o, peor aún,
quemarlas, pero me dio el beneficio de la duda y me dejó ir sola a la
habitación.
Encontré
a Anita sola, Sofía estaba en el baño, duchándose.
-Buenos
días mi niña linda- saludé con una sonrisa. Ella, media adormilada y con la
cabeza enterrada en la almohada, se limitó a levantar una mano a modo de
respuesta.
-¿Has
visto a mis mariposas?-le pregunté.
-Abue...
te he dicho que no me preguntes esas cosas- me dijo sentándose en la cama y
restregándose los ojos- la mamá se enoja cuando hablas de las mariposas y de tu
gata- bostezó.
-Hoy
día han sido sólo retos... nadie me dice nada agradable. Y yo que te traía el
desayuno...-
-Ay,
abuelita, no seas así. Ven, acércate un poquito- movió su manita para que me
acercara. Levantó las frazadas y cuando estuve casi encima de ella, pude ver
qué pasaba. Ahí estaban tres mariposas, acurrucadas bajo la almohada, durmiendo
a pata suelta.
-¡Eh!
¡Ustedes flojas!- les grité, no muy fuerte, para que Sofía no escuchara desde
el baño. La única señal que dieron fue un par de aleteos leves.
-Anita,
diles que se levanten, estoy muy enojada con ellas- Había dejado la taza de leche
en el velador y ahora me acercaba yo a despertarlas: - Si no se levantan en lo
que cuento tres, se quedan sin comer durante dos días- susurré. -Y sin miel
durante toda una semana.- agregó Anita. Me miró de soslayo y me guiño un ojo.
Las tres atrevidas alzaron vuelo como si les hubieran dado cuerda, y entre
bostezos y estirones me dedicaron un Buenos
días.
-¿Ustedes
debían cuidarme no es así?- Ni siquiera me miraron, bajaron los ojos,
buscándose entre ellas, dándose codazos y balanceándose como un niño amurrado
con las manos en la espalda. Asintieron con la cabeza.- ¿Y qué hago yo,
entonces, cuando despierto pensando que es miércoles y resulta que es domingo?
¿Ah? Respóndanme, o de verdad las dejo sin almuerzo-
-¡Abueela!-
suplicó Anita, pero le pedí que se callara, estaba empezando a enojarme de
verdad.
-La
próxima vez... la próxima vez...- Amapola, la mariposa más grande levantó la
cabeza y sostuvo mi mirada:
-Abuela,
no habrá próxima vez, te lo prometo- respondió posando su mano en el pecho- te
prometemos que nunca te dejaremos sola.
-Más
les vale-sentenció mi nieta.
En
eso sentimos unos pasos y Ana se asomó por la puerta. Las mariposas
desaparecieron en un santiamén bajo la cama.
-¿Qué
cuchichean tanto ustedes dos?- Preguntó con los ojos entornados y una sonrisa
en las comisuras.
-Cosas
secretas- respondió Anita.
-Cosas
de abuela-respondí yo.
-Algún
día me tendrán que contar qué tanto se secretean.
-Sí
mami, algún día.- respondió picarona mi nieta. Ana volvió a sus quehaceres.
-Y,
sólo falta mi gata- me quejé cuando ya mi hija se había ido.
-Abuelita,
tu gata murió hace tiempo- replicó Anita con cara de preocupación. -Te lo he
dicho un montón de veces y siempre se te olvida.
La
miré con tristeza, era cierto: mi gata había muerto hace tiempo y nadie la podía
ver, excepto las mariposas y yo.
-Cariño,
te dejo la leche, que voy a ir a dar una vuelta al jardín, hoy amanecí un poco
confundida- le dije finalmente a Anita.
-Gracias
abuelita- respondió.
-Y
ustedes tres se vienen conmigo.- Las mariposas salieron raudas a la siga mía
por el pasillo.
En
eso sentí la puerta del baño, y me quedé espiando.
-Anita,
¿qué conversaban con la abuela?- Preguntó Sofía en cuanto abrió la puerta del
baño; el aura provocada por el vapor saliendo a borbotones, le imprimió un aire
de grandilocuencia a su diminuta estatura. Mi otra nietecita luchaba con el
calcetín izquierdo en ese momento y no reparó en la teatralidad de su hermana.
Una lástima, pues de seguro le había parecido algo bastante gracioso.
-De
cosas secretas- respondió sin más.
-¡Pero
yo quiero saber!-alegó Sofía saltando sobre la cama.
-Hermana,
¡aléjate que me estás mojando!-Gritó Anita, pero era tarde, Sofía se le había
lanzado encima y haciéndole cosquillas le repetía que quería saber qué eran
todos esos secretos que siempre tenía, que no era justo que ella no pudiera
saberlo si también era nieta. Pero Anita no podía ni hablar de la risa, y
pegaba patadas para todos lados tratando de zafarse. Pronto se olvidaron de la
razón del alegato, para suerte mía, y siguieron jugando como si nada. Aliviada,
seguí mi camino.
-
¿No han visto a mi gata?- Les pregunté a las mariposas cuando ya salíamos de la
casa.
- Tu
gata murió hace tiempo- contestaron al unísono.
Sí,
parecía que esa parte me la imaginaba, concluí con pesar. Cerré la puerta y me
fui a caminar por el jardín.
Llegamos
al final del seto, donde mi hija había puesto una banquita para sentarme a
descansar. Más allá se alzaba el bosque lleno de ruidos, matorrales y un
esterito ondulante que salpicaba el pasto del jardín. Cerca de la banca, estaba
la lápida de Juna, mi gatita. Hoy era de esos días en que no la vería, estaba
demasiado lúcida para ello. Suspiré resignada y llamé a las mariposas. Éstas no
habían aguantado ni dos minutos tranquilas, y ya andaban revoloteando por ahí.
-Mis
pequeñas, ahora que estamos solas, me gustaría que me contaran qué pasó entre
el miércoles y hoy, que no me acuerdo.- Las tres se sentaron en la banquita
conmigo y en vez de hablarme a mí, comenzaron a cuchichear entre ellas. Se hablaban
al oído y de vez en cuando soltaban una risita. Ya había aprendido a dejarlas
tranquilas cuando hacían eso, porque si no, era imposible sacarles palabra. Me
mirarían con cara de “no te importa”
y se irían volando a alguna parte. Así que esperé a que se pusieran de acuerdo
en lo que me iban a decir.
-Abuela,
no hiciste nada interesante. Estás viejita, lo sabes, y si se te olvidan las
cosas, es porque no debes recordarlas.
-Y
ustedes saben que no quiero andar hablando como loca por los rincones, ni haciendo
cosas sinsentido. Así que, necesito que me digan qué pasó.
-Abuelita…-empezó
la más pequeña, amuñando la falda con sus manitas-Margarita… nos dejó.-
-¿Quién
es Marga…? ¡Ihhh, la cuarta mariposa!- Mi corazón dio un vuelco cuando la
recordé. Era la mariposa blanca, a la que más cariño le tenía y la había
olvidado por completo.
-Sí
abuelita, ella se fue el miércoles, por eso no te acuerdas de lo que pasó.
-¿Y
por qué se fue? ¿Por qué no me dijeron antes? ¿¡Por qué hacen que se me olviden
las cosas!?
-Anabel,
tú sabes bien por qué. Siempre lo has sabido- Amapola me hablaba ahora, se
había acercado revoloteando y estaba al nivel de mi cabeza.-Entre más viejita
te pongas, menos nos vas a necesitar, y te irás olvidando de que existimos.
Cuando ya no te acuerdes de ninguna, tendremos que dejarte.
-Pero
eso significa que…-
-Si
Anabel, no eres eterna, no como nosotras. Pero mientras nos puedas ver, te cuidaremos,
no te preocupes. Siempre lo hacemos así, ordenamos tus desastres, y te hacemos
la cama…
-Oye,
mentirosa ¡tú nunca ayudas con la cama!- reclamó Lila, que también se había
acercado. Amapola enojada se le lanzó encima tratando de tirarle las antenitas.
-No
peleen, no peleen- les dije espantándolas con las manos. Menos mal tenían
mejores reflejos que yo, sino les habría dado bien fuerte en sus cabecitas.
-¿Y
dónde se irán entonces?- Pregunté retomando el hilo.
-Todas
las personas tienen mariposas que las cuidan. Cuando ya no te sirvamos a ti,
pasaremos a tu hija Ana, y la acompañaremos hasta que ya no nos necesite…-respondió
Amapola
-¿Y
después?-
-Nos
quedaremos con Anita.-
-¿Y
Sofía? ¿Ella no es la mayor? ¿La van a dejar sola?-
-No
abuelita, ella tendrá otras amigas que la cuiden.- Dijo Lila.
-Madre,
¿con quién estás hablando?-
-Con
Lila hija…-respondí sin pensar. Cuando vi la cara contrariada de mi hija,
recordé que ella aún no las podía ver- Con nadie hija, con nadie- Corregí. -Son
cosas de vieja.
-¿Vamos
a almorzar, mejor? Está listo.- Me acarició el cabello y me ofreció su brazo,
pero como había quedado triste por la conversación, y por sentirme cada vez más
vieja no quise aceptarlo. Me afirmé bien de una mano y entre crujidos de mis
rodillas logré ponerme de pie. Mi hija me miró resignada y esperó a que la
pudiera seguir.
-¿Y
no es la hora del desayuno?- Pregunté casi recordando algo.
-No
mamá, el desayuno fue hace rato.-
-Ah-
me limité a decir. La verdad es que tenía mucha hambre, y sólo me acordaba del
desayuno del miércoles.