-¡Felipe!-
gritó una mujer a mi derecha, bajando del vagón del metro. Conocía esa voz que
insistente me llamaba. La busqué, me bajé también en la estación, asustado.
-¡Felipe, dame la mano!- Me ordenaron. Sonó la señal del cierre de
puertas. Miré hacia atrás y la vi: cabellos negros hasta media espalda, cejas
bien demarcadas, rostro anguloso; el cuerpo magro y maduro se movía con
agilidad por entre la gente que se apiñaba en el andén. Iba de jeans y blusa, y unos tacones le marcaban el
ritmo a sus pasos acelerados. Llevaba en brazos a una pequeña de no más de dos
años, que miraba divertida a la gente, pero que en cuanto me vio y le sonreí,
escondió su cabecita en el cuello de la madre y restregó su nariz contra el
cabello de ella.
-¡Felipe! No lo voy a repetir- Dijo mirándome. Pero en realidad no se
dirigía a mí, sino a un muchachito de unos 9 o 10 años, a mi derecha, a la
orilla de la plataforma. El tren partió e instintivamente agarré al niño por
los hombros. La mujer pareció aliviarse por ello, y disminuyó el paso.
Me acerqué también a la mujer, para entregarle al hijo escapista,
aturdido por la situación. El muchachito se llamaba como yo, y la mujer de en
frente... esas cejas marcadas -no la recordaba con el cabello largo y, menos,
ondulado-. Los años parecían no haberle hecho mella, al contrario, se veía más
linda, más altiva y segura de sí, como un buen vino reposado.
Mi corazón se detuvo. Ella también.
-Gracias caballero-, me dijo de forma automática, sin prestarme atención,
mirando al niño -Te estás poniendo igual de rebelde que tu padre ¡Qué Karma!-
le reprochó al hijo, agarrándolo por el brazo.
Siguieron su camino por entre la gente hasta llegar a la escalera
mecánica y yo me quedé ahí, de pie, inmóvil. Hacía 10 años que no la veía.
10 años.