A Vania le gustaba la música
celta: había visto The Lord of the Dance por la televisión cuando niña y desde
entonces había quedado prendida por los movimientos y las melodías. Soñaba con
ser bailarina, o viajar a Irlanda y encontrarse con duendes y elfos que
tocarían toda la noche mientras aminaba por bosques de abedules brillantes y
luminosos. Luego, llegaba a la escuela y tenía que volver a la realidad. Pero,
cuando nadie la veía, se escapaba a un patio interior, y se acostaba en las
escaleras a soñar. Miraba el cielo, contaba nubes, cerraba los ojos y
desaparecía; sólo entonces el rictus amargo se volvía suave, casi placentero.
A veces, cuando la soledad le
pesaba, imaginaba que alguien llegaría a buscarla, porque habían notado su
ausencia, o que escucharía las voces de sus compañeros llamándola. Pero nunca
pasaba. Entonces, después de una hora o dos, se levantaba y volvía a clases y
así, cada vez que se sentía mal, se escondía a soñar con su universo alterno y
con que algún día alguien iría a salvarla. Diez años después, se dio cuenta de
que no había caso. Nadie nunca había logrado entenderla, ni se había dado el
tiempo de escucharla. Dejó de hablar con el mundo y al mundo le pareció bien.
El día de su cumpleaños, cuando
aún no amanecía, se levantó temprano y fue a caminar por la ciudad. Llovía
a cántaros y como era sábado todos dormirían hasta tarde; mucho mejor, pensó.
Caminó sin rumbo hasta dar con la playa. El lago era una orquesta de gotas
repiqueteando en la superficie. Un muelle viejo con una escalera al final,
comenzaba a destacarse en la penumbra. Vania caminó por él, tapada hasta las
orejas. Lloraba desconsolada, pero no sabía si eran lágrimas o agua lo que caía
por su cara. Estaba empapada. Miró al cielo, respirando hondo para calmar la
pena, pero la angustia fue más fuerte y los sollozos la obligaron afirmarse de
las piernas para no caer. Estaba agotada tanto llorar.
De pronto, el fondo del lago le
pareció atractivo y tentador y luego, de golpe la rabia le inundó la garganta y
lanzó un grito al horizonte.Ya no lloraba, temblaba de odio. Se dio cuenta que
la única opción para calmarse sería nadar tan lejos de la orilla como las
fuerzas le permitieran. Miró a su alrededor; no había nadie. Se sacó la
bufanda, los guantes, desabotonó su abrigo y se sacó el chaleco. Quedó en jeans
y camisa. Se descalzó y se sacó las medias. Dejó los zapatos juntos, ordenados,
jugó con la distancia entre uno y otro hasta que se sintió conforme y saltó al
agua.
El frío y el oleaje le
facilitaron su objetivo, pues apenas logró avanzar. Con las olas golpeándole a
cada tanto y el cuerpo tullido, después de unos minutos, fue incapaz de seguir
moviéndose: ya no estaba enojada. El corazón le latía con fuerza y la
respiración se le hacía difícil. Las olas la sobrepasaron, una, dos, tres
veces, hasta que no fue capaz de mantener la cabeza afuera.
Contrario a lo que pensaba,
respirar agua fue bastante indoloro, sólo el diafragma pareció volverse loco
unos instantes, sacudiéndose en espasmos molestos. Como el fondo era negro y el
cielo era negro, perdió la noción del espacio y ya no supo como salir del agua:
se rindió al oleaje. Entonces, su corazón dejó de martillar, cerró los ojos y
esbozó, finalmente, una sonrisa.
dic. 2010