Ansiaban
escaparse de su miseria, pero las estrellas quedaban demasiado lejos.
Friedrich Nietzche
El
niño dormía amarrado para no caer. El viejo, sentado sobre los sacos de carbón,
guiaba a los bueyes por el camino apenas visible en la bruma matutina.
Un
bulto se removió bajo las mantas y el viejo lo acercó un poco a su cuerpo para
mantener el calor. El frío le tenía los pies, las manos y la nariz congelados,
pero parecía no importarle; sólo le preocupaba que el nene se mantuviera
cómodo y calentito. El camino de Los Laureles a Temuco era largo y aún
quedaban varias horas para llegar. Luego tendrían que recorrer medio pueblo
hasta la pastelería, principal cliente del viejo.
A eso de las siete, el hombre sacó un pan con
queso de una bolsa y movió un poco al niño para despertarlo. Una manito
apareció por debajo de las mantas y el viejo le entregó un trozo del pan que
había sacado. Ambos comieron en silencio.
Al
poco rato, el niño sacó la cabeza negra y rizada por un hoyito y dijo que
quería hacer pipí. El viejo paró los bueyes, se bajó, ofreció los brazos al
niño y este se dejó caer con confianza.
-¡Eh!
Nene, caminemos un rato- le dijo el viejo después. Sabía que así podrían entrar
en calor. Los bueyes habían encontrado pasto tierno y ahora no querían avanzar. Sólo después de unos
buenos garrochazos, continuaron el camino.
El
viejo iba sumido en sus pensamientos, por lo que le costó darse cuenta que el
niño le trataba de decir algo. Un tirón de manga lo hizo reaccionar. A lo lejos
ya se oía el río Cautín.
-Papi,
hay un hoyo en un saco- dijo el niño.
-A
ver, Nene…-el viejo hizo parar los bueyes de nuevo y se subió al carretón. Uno
de los sacos estaba caliente-, ¡desamarra el cordel blanco! -gritó el viejo. El
niño desanudó lo más rápido que pudo y el viejo agarró el sacó y lo bajó al
suelo. Cortó las pitas y esparció el carbón ahí mismo. Con una pala que llevaba
por seguridad, cavó y cubrió con tierra los carbones. Cuando estuvo seguro de
que estaban apagados, le pidió al niño que ayudara a meterlos de nuevo al saco.
Ambos
quedaron con las manos negras y la ropa manchada. El niño se había limpiado los
mocos con la manga y ahora tenía una gran mancha oscura cruzándole la cara de
lado a lado. El viejo miró con tristeza al niño. Sacó su pañuelo y le frotó la
cara, sin mucho éxito. Siguieron caminando hasta la entrada del puente.
-¡Mira,
papá! -gritó el niño de repente. Una gran pila humeante, dos ruedas y un eje
era lo único que había quedado de otro carretón que había terminado de
quemarse hace poco a la mitad del puente.
-¡Ay,
Señor mi Dios…! -gimió el viejo. Tuvieron que esperar media hora para poder
cruzar pues sólo había una vía disponible.
Al
llegar, escogieron las calles de la derecha. Recorrieron las cuadras con
parsimonia, gritando de vez en cuando la mercadería. El niño, que caminaba por la
vereda, iba mirando los escaparates hasta que reconoció la pastelería: era la
más bonita del pueblo y le encantaba el aroma que salía del local. Acercó su
carita al vidrio y posó sus manos llenas de tierra y carbón para mirar a la
gente que sentada y cómoda, tomaba desayuno. Pero vio su reflejo: un niño de no
más de ocho años, con la ropa zurcida y sucia, los mocos colgando y unos ojos
grandes y brillantes que resaltaban en la negrura de su cara.
El
dueño salió a corretearlo. Las manos quedaron marcadas en el vidrio. El padre
se acercó a protegerlo y cuando el dueño se dio cuenta de quiénes eran, pidió
descuento por la mugre que había dejado el
mocoso en la ventana.
-Disculpe
usted por la mancha -dijo el viejo y agarró al niño de la mano-. Vamos nene,
nadie tiene derecho a tratarte mal. -El niño se puso a llorar, avergonzado, pero
el viejo le pidió que se callara: -ya habrá alguien que nos compre el carbón.
Deja de moquillear y quédate tranquilo un rato -subió al niño al carretón y
encaminó los bueyes al centro-, con un vendedor menos (Dios me perdone),
tendremos mejor suerte.
A
eso de las seis, sobraban dos sacos solamente y esos podrían servir para pagar
una pieza en La Casona. Era tarde y no alcanzarían a volver al campo antes de
la medianoche.
Al
llegar a la pensión, el viejo le dio unas monedas al niño y éste las guardó en
su morral. Desenyugaron los bueyes, guardaron el carretón y fueron a la pieza a
lavarse y ponerse ropa limpia.
-¿Puedo
ir a comprar algo? -dijo el niño cuando estuvo listo. El viejo lo miró
extrañado: la cara limpia, los rizos aplastados y bien peinados hacia atrás, el
mono arrugado pero limpio, las calcetas bien estiradas y los zapatos rotos pero
relucientes. Movió la cabeza diciendo que sí y el niño salió disparado a la
calle.
Llegó
a la pastelería casi sin aliento y se detuvo en la entrada. Suspiró hondo,
dudando, y traspasó la puerta. Compró dos berlines, guardó uno y se fue comiendo
el otro a trocitos, saboreando cada miga, para no olvidarlo.
Tema: relacionado con la vida en las zonas rurales del país, con las costumbres, tradiciones, mitos o leyendas de los pueblos y/o del campo chileno.
Extensión máxima: 2 planas.
**Foto extraída de: http://www.panoramio.com/photo/27883039
Para ver más detalles del proceso del carbón artesanal: http://carbonartesanal.blogspot.cl/