La
madre molía trigo en la piedra, mientras la niña amoldaba el catuto con sus
manos heladas. El niño acuclillado al lado del fogón, tiró unas ramitas al fuego y trazó
un signo en el aire: los carbones lanzaron chispas que inundaron el lugar. Mal
presagio, dijo la madre, sin dejar de mover la piedra, con aire
despreocupado. Hacía frío esa noche y el aliento se condensaba al salir de la
boca. El niño salió a buscar más leña para avivar el fuego.
Ya volvía con el atado sobre el hombro, cuando el viento iracundo lo
hizo retroceder unos pasos revolviéndole las ropas y el cabello. A lo lejos, se
oyó un ruido de gritos y relinchos desesperados, y a través de la espesura creyó
ver unas luces vacilantes. Adentro, madre e hija se miraron con asombro, todo
estaba pasando tal como lo había dicho la machi.
Al otro lado del monte, el padre que volvía a la ruka pudo ver con más claridad: se acercaban los invasores con sus ropas relucientes, sobre bestias gigantescas. En ese momento, todos tuvieron la certeza de que no alcanzarían a ver el invierno.
Al otro lado del monte, el padre que volvía a la ruka pudo ver con más claridad: se acercaban los invasores con sus ropas relucientes, sobre bestias gigantescas. En ese momento, todos tuvieron la certeza de que no alcanzarían a ver el invierno.