lunes, 22 de agosto de 2011

Premoniciones



Voy a vomitar, pensaba mientras tipeaba una carta. No soporto este estado de premonición constante. Y es que, como siempre, sabía que algo pasaría pero no sabía qué. Tal vez sea de las pesimistas, aunque funcionales, porque nunca he tenido una premonición agradable, y esa no fue la excepción. Me vi a mi misma aceptando el camino que mi padre limpió para mi, y por el cual él estaba como estaba.  Y también vi que él no sobreviviría en ese camino, pero que me era imposible dejarlo de lado. Él sería mi sicario y mi sacrificio.

Por suerte había dejado de tomar esos arranques sensoriales como ataques de algo. Ni la literatura, ni los siquiatras habían podido dar con el diagnóstico adecuado. Aunque bien podría ser que no fueron las sesiones suficientes como para llegar a diagnosticar algo. Lo cierto es que ahí estaba yo, haciendo la que leía y editaba una carta que no iba a enviar, mientras trataba de secarme las lágrimas sin que me viera nadie. No hay nada peor que fingir estar perfecto, cuando los fantasmas te rodean y te tiran de los pies. No fantasmas literales, claro, nunca he visto uno.

Creo que los suspiros alertaron a mi compañero, quien se acercó despacito y me susurró al oído si estaba bien. Si, aburrida nomás, le dije, pensando en alguna explicación verosímil. ¿Y qué le podía decir? Que al centro de mi pecho había una bola gigante y naranja que destrozaba todo el flujo de energía normal y acumulaba la desesperación de quienes me rodeaban, abrumándome completamente? No, creo que esa habría sido una explicación, para empezar rebuscada, y poco cierta. Porque en realidad no sé si existe un flujo "normal" de energía, o si la desesperación es algo más que una interpretación sináptica. Lo cierto es que esa bolita naranja, que ahora que lo pienso nunca había decidido a colorearla, me acompaña hasta ahora. Es como el calor que se siente al beber algo fuerte, mezclado con la sensación de miedo repentino que uno tiene cuando le pasa algo fuera de lo común y desesperante.

Y toda la culpa la tiene él. Yo, que estaba en mi negación más absoluta, creyendo que no creía nada, para así evitar sentirme responsable, caí en la cuenta de que en verdad sí creía. Y cómo no hacerlo si mi padre y mi abuelo se sumergieron en esa "creencia" y me obligaron a "creerla".

En verdad por eso mismo había dejado de creer. Yo era la esencia atea. No sólo no creía en Dios, sino que para mí Dios no existía, que, si se fijan bien, son dos cosas diferentes. Y ahora, no es que crea en Dios, pero sí debo admitir que creo en muchas cosas que no debería, por salud mental, pero que he comprobado que existen, aceptando, de paso, la palabra de mi abuelo, de mi padre y de él.

El día en que lo conocí a él, supe de inmediato que algo no andaba bien en su cabeza. Pero como en ese entonces quería descubrir el mundo, me dejé engatusar por sus cuentos de hadas (que nunca fueron de hadas) y me sumergí en su mundo de intrigas y guerras milenarias. Como no pude seguir tipeando letras al azar sin que se dieran cuenta de que algo pasaba, agarré mis cigarros y dije que iría a fumar un rato. Salí a la calle y me senté en una de las bancas de la placita que había al frente de mi oficina tratando de contener el llanto que ahora tenía la bolita en mi garganta, casi en la nuca.

Ahí fue cuando se me apareció él, después de cinco años, con su misma cara afable y su trato tierno. Él, que me juró que sin mí no podía continuar, seguía ahí, de pie, vivo, respirando. Después de haberlo buscado sin éxito durante tanto tiempo. Me acerqué un poco, con miedo de que siguiera enojado, o no me conociera y me di cuenta que estaba apenas vivo. Fue en ese momento cuando volví a creer. Las heridas y, más que las marcas, sus ojos, ese miedo aterrador, las pupilas dilatadas y la tez de papel, no se pueden inventar. Y yo sólo una vez vi una cara así, en un espejo, hace casi diez años, cuando descubrí que no estaba sola. Yo no era sólo yo, había algo más acompañándome. De ahí fue que me enviaron al siquiatra. Normalmente dirían que saber que hay un ente en tu interior es esquizofrenia, pero lo mío, claramente no lo era. Bueno, ahora lo veo claramente, en ese entonces me parecía bastante insano, por decir lo menos.

Eduardo, así se llama el hombre que me dejó sin aliento. Venía casi con la cola entre las piernas, creí en un principio, pero era más que la cola, era su vida que venía arrastrándose, el alma que lo seguía apenas, pasos más atrás, rogándole que la dejaran descansar.

Se acercó y me pidió ayuda. Cuántas veces no viniste con esa petición, le dije sin mirarlo a la cara, tenía la certeza de que esta vez era diferente. Aunque no había visto nunca un fantasma y el alma que describo no era más que una alegoría a su estado, esta vez era diferente. Tenía las manos llenas de rasguños y la cara surcada por cardenales viejos.

Dónde has estado, le pregunté, aún sin mirarlo. Me respondió que en el otro mundo, intentando salvarme, sin éxito. Y cómo es que sigo aquí, le pregunté de nuevo, y me  pidió que me acordara de esa cara, esa misma que ya mencioné antes, aquella que me miró a través del espejo hace tanto tiempo, y esa cara, esa era la que me mantenía viva, pero no porque fuera amable, sino porque era provechoso para “el”, recalcó. Entonces lo miré y me di cuenta que él era esa cara. Podrán creer que con los años uno confunde hechos y mezcla cosas, pero esto no lo invento, puedo jurarlo.  La conmoción me provocó otro escalofrío violento y tuve que apoyarme a un árbol. Las piernas me temblaban como nunca.

Okey, yo estaba supuestamente atrapada en un mundo alternativo pero no me daba cuenta,  y era él quien desde ese otro mundo me mantenía viva porque yo era importante.
Me acordé de mi abuelo y sus chocherías. Alegaba que si le quitaban un collar que llevaba puesto desde que había nacido, entonces toda su descendencia estaría condenada al vacío. Y a veces se pasaba la noche entera despierto, dibujando círculos en el suelo y en las paredes para protegernos de los genios malos. Se creía musulmán, decía mi madre, porque los genios malos son los que se meten en las camas de los árabes, de noche. Finalmente había perdido el collar, pero sólo una parte.

Le pregunte entonces que qué hacía ahí, si se suponía que estaba cuidando mi alma en el otro plano, y fue entonces cuando sucumbió. Comenzó a temblar como un perro apaleado, cayó de rodillas y me pidió perdón. Me pidió ayuda y me pidió perdón, y volvió a pedirme ayuda mientras se agarraba el pecho con ambas manos. Repetía y repetía lo mismo y no me dejaba abrazarlo. Por mi parte, mi ataque-de-no-se-qué se había intensificado, y no era capaz de articular palabra. Éramos dos locos medio tirados en el suelo, temblando como hojas de otoño, con los ojos rojos y la respiración suspendida.

Acompáñame por favor, A dónde, le pregunté, Acompáñame, repitió y cerró los ojos. Yo los cerré también y desaparecimos de allí.
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De las "Crónicas de Nathiel"